Por: Leticia Calderón Chelius (@migrantologos)
No esta fácil. Recibir a miles de personas de un solo golpe no es cualquier cosa y no hay comunidad que esté preparada para enfrentar esta circunstancia como si le fuera natural. El asunto es que este tipo de experiencia, la llegada masiva de población que huye de circunstancias innombrables, es más una constante que una sorpresa y ocurre de manera cada vez más recurrente en diferentes lugares del planeta. Ya sean las costas de países como España, Italia, Portugal o Grecia, los campos de refugiados ubicados en distintas geografías que concentran, por lo menos, a gran cantidad de los cuatro millones de sirios que han escapado de la guerra en su país; los albergues improvisados en Alemania e incluso los centros de detención que se multiplican en los países que restringen, con leyes cada vez más rígidas, las solicitudes de auxilio de personas forzadas a migrar.
Esto no ocurre solo en Europa sino también y más que nunca en el continente americano, donde el desplazamiento forzado de población se ha incrementado exponencialmente los últimos años. Mientras que en Estados Unidos, a la llegada de Trump en 2016, el discurso contra la migración ha provocado que el sistema migratorio esté a punto del colapso, debido entre otras cosas a las larguísimas filas de solicitantes en espera de que sus casos sean revisados para intentar ser reconocidos como refugiados y poder permanecer en ese país. Por su lado, Venezuela se ha vuelto el caso más alarmante de salida masiva de población, ya que tan solo en el año 2017 casi dos millones de personas abandonaron ese país. El principal destino de este éxodo es su vecino, Colombia, pero los venezolanos también se han dirigido a Perú, Chile, Argentina y Brasil, como principales lugares para buscar rehacer sus vidas.
Las comunidades fronterizas son las que más resienten la llegada de los grandes contingentes de extranjeros, como ha ocurrido en el caso de Roraima, ciudad brasileña vecina inmediata de Venezuela, por donde han entrado a ese país de 2017 a la fecha casi 128 000 venezolanos y donde, por su magnitud, se han dado momentos de gran tensión, como el pasado agosto en que se dio una ola de protestas contra los 50 000 nacionales de ese país que se han concentrado en la región. Lo mismo puede decirse de casos que han ocurrido en Perú, Chile o Ecuador donde también han llegado numerosos extranjeros, sobre todo venezolanos y haitianos. Hay que sumar a este panorama a la Ciudad de Tijuana en México, que al ser la puerta de entrada a California, el estado auto-declarado santuario y más rico de la Unión Americana, es un imán para los que buscan refugio y eventualmente trabajo y seguridad básica como ha ocurrido repetidas veces. Hace apenas dos años un grupo de 6 000 haitianos llegaron hasta ahí a la espera de cruzar a EUA, como parece ocurrirá con el éxodo centroamericano ahora en camino. Sobra decir que nadie va de vacaciones, todos llegan obligados por las circunstancias.
En el caso de México desde hace ya casi una década cruzan cada año aproximadamente 450 000 extranjeros, principalmente centroamericanos, que buscan sobre todo llegar a la frontera con Estados Unidos. Huyen, como tantos otros del resto del planeta, de las circunstancias que la falta de democracia de sus países ha llevado al extremo: violencia, pobreza, falta de oportunidades y sobre todo, estados coludidos con las bandas criminales que mantiene el terror en la población que se ha vuelto su rehén. Este flujo constante a través del país no es nuevo y, por el contrario, es largamente conocido por la crudeza de lo que significa “pasar por México”. Que nadie se haga el que no sabía del tema porque ya desde hace años los Tigres del Norte lo expresaron mejor que nadie: “Es lindo México, pero cuanto sufrí, atravesar sin papeles es muy duro, los cinco mil kilómetros que recorrí, puedo decir que los recuerdo uno por uno”.
La música popular recrea lo difícil que es ser indocumentado en México, pero también nos muestra que parece que estamos pasando a una nueva circunstancia que los flujos más recientes inauguran. Se trata de una nueva forma de migrar que nunca antes habíamos experimentado. La novedad radica en que al contrario de lo que ocurrió siempre en México, cuando los migrantes buscaban pasar desapercibidos, no ser vistos y caminar sigilosamente a lo largo de la ruta de tránsito como lo hicieron por años, los migrantes ahora, los centroamericanos que hoy componen lo que han llamado caravana, buscan ser vistos, atraer reflectores, mostrarse al mundo. De esta manera pretenden que su visibilidad los proteja, les permita encontrar mejores condiciones de tránsito, de acompañamiento, e incluso de respuesta positiva de gobiernos y la sociedad en general. No siempre ocurre, pero ciertamente su tránsito ha sido mucho más ágil y menos desamparado respecto al crimen organizado y las autoridades mexicanas.
Viajar juntos ha logrado su objetivo, al contrario de un goteo permanente de migrantes caminando en rutas escondidas, acechados por las redes más despiadadas de tráfico de personas y drogas, al viajar unidos se han vuelto una referencia y primeras planas en todo el mundo. Como los sirios llegando a Alemania, los nigerianos alcanzando suelo francés o los migrantes repetidamente rescatados cerca de Algeciras, España, el grupo dividido en 4 caravanas de migrantes que han salido escalonadamente de Honduras y El Salvador desde mediados de octubre con rumbo a Estados Unidos, cruzando Guatemala y México, alcanza las casi 10 000 personas entre mujeres, hombres y menores de edad. La cifra representa un número enorme si se le ve como grupo, porque implica un desafío en términos de recepción, atención por más precaria que sea y acompañamiento. Ciertamente su número impresiona como colectivo que camina unido, pero en términos estrictamente estadísticos no es esto lo que hace más complejo el proceso. Comparado con los 250 000 venezolanos que hay actualmente en Ecuador, un país de 17 millones de habitantes, 10 000 personas cruzando un país de 125 millones de habitantes como es México, no es el mayor problema, pero al mismo tiempo, ese es su mayor problema, valga la paradoja y el desafío enorme también para quien recibe, acoge y acompaña.
Pero no es fácil. Nada es fácil ni se trata de simplificar. Aún más porque aunque antes hubo algunas otras experiencias semejantes de multitudes migrando juntas, ninguna otra tuvo la magnitud de la que estamos viendo ahora. La ironía es que aunque es mucho más difícil atender a miles de personas juntas que a personas solas o en racimos de unas cuantas decenas, la realidad es que se les atiende mejor ahora siendo una multitud. Antes pocos notaron a los migrantes en tránsito y muy pocos las alimentaron, salvo casos ejemplares como Las Patronas que por años atendieron el cruce de migrantes, lo mismo que la red de albergues ubicados a lo largo de todo el territorio mexicano, que ha significado un remanso de paz para estos caminantes.
Pero el desafío es real y hay que abrir el tema. Se trata de una empresa enorme. Además, y éste es un punto central, si la forma de migrar con mayores márgenes de seguridad implica multiplicarse por miles como lo están mostrando estas caravanas, esto puede constituir un cambio profundo de la forma de movilidad humana en la región y, por tanto, una nueva faceta del proceso migratorio para México como geografía de tránsito y destino. Podríamos estar ante la antesala de campamentos permanentes y no solo carpas transitorias en tanto cruzan los contingentes que supuestamente buscan llegar a El Norte. De ser esto así, tendríamos que estar ya discutiendo sobre rutas, estrategias, grupos especializados y, sobre todo, recursos para atender la emergencia que significan miles de personas juntas desafiando toda lógica que les dice que llegar a Estados Unidos es casi imposible o con un altísimo costo personal y emocional. Nada parece detenerlos.
Ante este escenario totalmente probable, un punto medular por atender es la sensibilización desde la información a la población que recibe a quienes migran. Como en tantas partes del mundo que enfrentan el mismo desafío, el problema no son solo las leyes que de entrada dibujan un panorama que cada gobierno debe respetar y en su caso, hacerlo que cumpla. El mayor punto de tensión está en cómo nos educamos para entender qué pasa, quiénes vienen y van, cómo ayudar o por lo menos no juzgar. Además, entender que se puede tener la voluntad de ayuda, pero también es válida la actitud distante. Es central socializar el hecho de que hay una circunstancia planetaria que obliga a todo país democrático a respetar la movilidad humana como un derecho. Eso significa que la xenofobia, es decir, el odio sin motivos contra los extranjeros, es un delito estipulado legalmente ante el cual los estados están obligados a poner límites e incluso sanciones. México no es una excepción.
Tal vez no alcanzamos a ver aún lo que significa el cambio que se avecina, porque al momento que escribo estas notas miles de personas siguen caminado kilómetros de nuestro país y mientras las circunstancias que originan que sus países no cambien, como ocurre en Honduras, Nicaragua, El Salvador e incluso Venezuela, que no participa de estas caravanas pero es parte del gran éxodo contemporáneo, se verán obligados a migrar. La buena noticia es que probablemente este éxodo nos pone en un umbral muy interesante, porque si México enfrenta las circunstancias de violencia, inseguridad e injusticia que han obligado a que millones de mexicanos hayan emigrado durante años, y de esos 20 000 sean actualmente solicitantes de asilo político en Estados Unidos, tal vez los primeros que dejaremos de caminar para alcanzar el sueño americano, como metáfora y como realidad, no sean nuestros vecinos del sur, sino nosotros mismos, México, el mayor expulsor de población por encima de cualquier otro país del mundo. Quién lo diría, pero podría ser que la democracia y el estado de derecho puedan ser las vacunas más efectivas contra la migración forzada.
* Leticia Calderón Chelius, Instituto Mora lcalderon@mora.edu.mx.
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