Foucault y la resistencia contra Trump

Rodrigo Llanes Salazar*

 

En marzo de 1965, en el contexto de las manifestaciones en Estados Unidos en contra de la guerra con Vietnam, el antropólogo Marshall Sahlins propuso —cuenta la leyenda— una forma novedosa de protesta: los teach-ins. Inspirado en los sit-ins que realizaron algunos de los protagonistas del movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos en contra de la segregación racial en dicho país, Sahlins propuso hacer una serie de conferencias o charlas públicas durante todo el día y la noche en la Universidad de Michigan —en donde enseñaba— sobre la guerra en Vietnam. En vez de estallar una huelga y paralizar las actividades en la universidad, Sahlins y sus colegas apostaron por la discusión crítica sobre la guerra como una actividad de protesta.

Para el día de hoy, 20 de enero de 2017, el histórico día en el que Donald Trump asume la presidencia de los Estados Unidos, un par de antropólogos, Paige West y J.C. Salyer, profesores del Barnard College, han convocado a un “read-in como un acto de resistencia. Con el respaldo de las principales revistas antropológicas de los Estados Unidos —American Anthropologist, American Ethnologist y Cultural Anthropology, así como de Envinronment and Society— y del sitio Savage Minds, probablemente el blog de antropología más importante en el momento, West y Sayler han invitado a leer el día de hoy la conferencia número 11 del curso de Michel Foucault titulado Defender la sociedad (Il faut défendre la société), impartido en el Collège de France en el ciclo 1975 y 1976 y publicado como libro en castellano en 2002 por el Fondo de Cultura Económica.

¿Por qué esta lectura? West y Sayler escriben: “Esta conferencia nos resulta muy buena para pensar en el presente: nos exige que consideremos simultáneamente la interacción entre el poder soberano, la disciplina, la biopolítica y los conceptos de seguridad y raza. A la luz de la situación sociopolítica actual, en la que la reacción al activismo en contra del racismo persistente ha sido perpetuar más abiertamente el racismo como discurso político, necesitamos recordar y repensar el rol del racismo como algo central, y no sólo incidental, a las actividades políticas y económicas del Estado”.

¿Y en qué consiste este read-in? La propuesta es la siguiente: que lean la “Clase del 17 de marzo de 1976” de Defender la sociedad entre las 10 de la mañana y las 10 de la noche el día de hoy, ya sea a solas, en grupos, en clases o en cualquier lugar. Después de leerla, discutirla en persona o compartir tus pensamientos en línea, ya sea en Facebook, Twitter, Instagram o en cualquier lugar que tus amigos y colegas aprendan y compartan ideas. Se peude usar el hashtag #ReadIn. Se trata de leer juntos, leer fuerte, leer en público y usar la lectura para ayudarnos a todos a empezar a pensar cómo entender, ayudar a nuestros estudiantes a entender y tal vez a resistir por los próximos cuatro años.

Comparto mi lectura y mis reflexiones.

 

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Primero, un poco sobre las ideas expuestas por Foucault en su memorable clase del 17 de marzo de 1976. Éste fue el año que el filósofo francés publicó su célebre primer volumen de Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. En esta obra, junto con su libro de un año anterior, Vigilar y castigar (1975), Foucault redefinió la forma en que es entendida el poder.

En la clase del 17 de marzo y en La voluntad de saber Foucault propuso el todavía muy popular concepto de “biopoder”, el “poder sobre el hombre en cuanto ser viviente”. Una forma de poder muy distinta a la del poder soberano; una tecnología de poder necesaria para las sociedades europeas “en vías de explosión demográfica e industrialización a la vez”. Sociedades que ya no podían ser gobernadas a través de las mismas estrategias y tecnologías.

El biopoder, según Foucault, tiene dos principales expresiones. La “disciplina” del cuerpo individual, que produce cuerpos productivos en lo económicos, pero dóciles en lo político. Son los cuerpos producidos en las instituciones de encierro: escuelas, fábricas, cuarteles, cárceles. Cuerpos productivos y dóciles necesarios para el capitalismo industrial.

La segunda expresión del biopoder, continúa Foucault, es la biopolítica que regula a las poblaciones: regula la demografía, los nacimientos, la morbilidad, la higiene pública. Regula a través de mecanismos sutiles, como la vivienda (su alquiler, su compra); sistemas de seguros de enfermedad o de vejez; reglas de higiene; presiones sobre la procreación, sobre la hiegiene, sobre la sexualidad.

El biopoder, la disciplina del cuerpo individual y la biopolítica de las poblaciones constituyen la antesala para el problema que ocupa a Foucault en su clase del 17 de marzo: el racismo. “¿Qué es el racismo?”, se pregunta el filósofo francés. Es, en primer lugar, “el medio de introducir por fin un corte en el ámbito de la vida que el poder tomó a su cargo: el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir. En el continuum biológico de la especie humana, la aparición de las razas, su distinción, su jerarquía, la calificación de algunas como buenas y otras, al contrario, como inferiores […] ésa es la primera función del racismo, fragmentar, hacer cesuras dentro de ese continuum biológico que aborda el biopoder”.

Pero el racismo también tiene una segunda función, argumenta Foucault. Una que no es militar ni guerrera, sino que consiste en un enfrentamiento de tipo biológico y que opera de acuerdo con la siguiente lógica: “cuanto más tiendan a desaparecer las especies inferiores, mayor cantidad de individuos anormales serán eliminados, menos degenerados habrá con respecto a la especie y yo -no como individuo sino como especie- más viviré, más fuerte y vigoroso seré y más podré proliferar”.

Hasta aquí mis notas sobre la clase de Foucault, la cual es sumamente sugerente y cuya temática no deja de ser pertinente hoy. Su elección como read-in para el día de hoy parece no necesitar mayor justificación. De hecho, el propio Sahlins puso sobre la mesa el tema en una carta que fue publicada en La Jornada el 18 de septiembre del año pasado, en la que advierte que “Los mexicanos son para Donald Trump lo que los judíos eran para Hitler: violadores, traficantes de drogas, asesinos, una degenerada raza criminal que debe ser arrestada y deportada para preservar la pureza de los estadunidenses y la mera existencia de la patria”. Bien pudo haber estado inspirado en Foucault al escribirlo —aunque fue un crítico del pensamiento del filósofo francés, tal como lo puso de manifiesto en su humorístico texto inspirado en Beckett “Esperando a Foucault”— o en la estructuralista Mary Douglas, lúcida analista de los órdenes clasificatorios simbólicos sobre pureza, peligro y contaminación.

 

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Celebro este read-in. La obra de Foucault me parece “buena para pensar”, como decía Lévi-Strauss a propósito del totemismo, sobre lo que está sucediendo actualmente. Sin embargo, también me parecen importantes dos reflexiones críticas. La primera es sobre el tema del read-in. La segunda es sobre la actividad misma.

Sobre el tema. Coincido con West, Sayler y Sahlins: el racismo como un problema de biopoder es un asunto fundamental en la era Trump. El biopoder que se expresa en las declaraciones del magnate sobre los mexicanos: “los que traen drogas y crimen”, los que “son violadores”; a los que hay que encarcelar, deportar masivamente; a quienes hay que separar con un muro para “hacer grande a Estados Unidos otra vez”. Y no sólo el racismo contra los mexicanos, también contra los musulmanes, a cuyas mezquitas en los Estados Unidos ha prometido inspeccionar y clausuras; contra los afroamericanos, contra los chinos. En pocas palabras, contra los no blancos.

Pero hay un tema fundamental, urgente, que tiene que ser materia obligada de cualquier read-in en este día y en el porvenir: la desigualdad. Desde luego, es un tema que se ha posicionado en los últimos años en los Estados Unidos. De ello da cuenta el éxito editorial del libro El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty (publicado originalmente en 2013), o en las declaraciones del ex presidente Barack Obama sobre la cuestión, que llegó a considerar el mayor desafío de nuestro tiempo.

Y vaya que fue el desafío del tiempo de Obama. La desigualdad, la enorme brecha entre la elite, el “1%”, y los demás, el “99%”, fue, a mi juicio, el principal factor del triunfo de Trump (que no el único). Por dos razones. La primera es una de las más señaladas por los analistas: el populismo. Sólo que Trump no fue solo un populista, sino un charlatán, un embaucador —como observó Claudio Lomnitz—, uno de esos “grandes hombres” melanesios —analizados magistralmente, por cierto, por el propio Sahlins—,  que acumulan riquezas y redistribuyen para hacerse de clientelas; que, a través de su charlatanería, construye un nombre, aunque su estatus político sea inestable (la comparación entre Trump y el gran hombre melanesio la retomo del antropólogo Paul Stoller).

Trump fue un populista, un charlatán, un embaucador que alardeó sobre su grandeza, sobre su poder, sobre su capacidad para negociar y para encontrar a los mejores hombres para resolver los problemas. El gran hombre que infla su imagen y sobre todo sus millones, que presume que rondan arriba de los 10 mil (la revista Fortune ha calculado que en realidad debe ser tan solo una tercera parte, unos 3.7 mil millones de dólares). El gran hombre que sabe cómo traer de vuelta las fábricas que se mudaron a México y China. Pero fue un populista charlatán que supo dirigirse a un sector afectado por la desigualdad y por los efectos de las políticas neoliberales. Supo hablarle a la white trash, la “basura blanca”, afectada por los procesos de desindustrialización —del capitalismo “flexible” o “posfordista” analizado por David Harvey— y de liberalización comercial, a los afectados por la reducción del Estado de Bienestar.

No lo hizo solo, desde luego. Y tampoco se dirigió únicamente a este sector. Desde el gobierno de Ronald Reagan en los ochenta, el Partido Republicano ha trabajado en sus bases sociales conservadoras, evangélicas, populares; las que se oponen al aborto, las que defienden a la familia tradicional. Al sector blanco, conservador, nacionalista, racista —también—, xenófobo.

Trump le ha prometido a este sector seguridad: regresará fábricas, creará empleos, dará marcha atrás a la globalización, a la liberación comercial, a la desindustrialización —¿podremos hablar, parafraseando a Harvey, y a propósito de la cancelación de una fábrica de Ford en San Luis Potosí y su reubicación en Michigan y su significado económico, político y simbólico de un “pos-posfordismo”, o de un “refordismo”— y expulsará las amenazas; eliminará los peligros; purgará las impurezas; encarcelará, deportará y separará a los mexicanos de los norteamericanos puros.

Pero ésta es, sabemos bien, sólo una parte de la historia, una cara de la moneda de la desigualdad (y no es que Trump sea del todo complaciente con las bases conservadoras del Republicano, como lo demostró su defensa de la organización Planned Parenthood, la cual provee servicios de control natal a miles de mujeres en Estados Unidos). La otra es el 1%, la élite, en donde parecen estar los intereses principales de Trump. Paul Krugman, premio Nobel de Economía, nos dice sobre Trump: “su verdadera agenda política, aparte de la inminente guerra comercial, es típico republicanismo moderno: enormes reducciones de impuestos para los multimillonarios y salvajes recortes de programas públicos, incluidos los que son esenciales para muchos de los votantes”. Otro premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, ha calificado los planes económicos y fiscales de Trump de reducir los impuestos a los más ricos como una “perversión”. En esto coincide Immanuel Wallerstein, al subrayar la “agenda [de Trump] en favor de los acaudalados”. Trump: él mismo evasor de impuestos, rompiendo con una tendencia desde 1952 en la que los candidatos a la presidencia publican sus declaraciones fiscales.

Por eso el fenómeno Trump es la peor expresión de la desigualdad del desorden neoliberal: populismo nativista, racista, para los de abajo; políticas fiscales para aumentar la riqueza, para los de arriba. ¿Entrarán en contradicción estas posiciones? Eso está aún por verse.

 

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Y, desde luego, está también la cuestión geopolítica. Ese es otro gran tema pendiente para los read-in de la era Trump. Ya Gayatri Spivak, en su célebre ensayo “¿Puede hablar el subalterno?”, reprochó a Foucault y a su colega Gilles Deleuze el haber descuidado la geopolítica y la división internacional del trabajo. Hoy no podemos perder de vista las posiciones de Rusia y China, por citar los únicos dos países que parecen importarle a Trump.

Hacia Rusia, acercamiento. Hillary Clinton lo ha tildado “títere” de Putin, a propósito de las acusaciones de hackeo de los correos electrónicos de la ex candidata demócrata. Pero, más allá de estos escándalos y acusaciones, resulta ilustrativa la persona que Trump eligió como encargado de la política exterior: Rex Tillerson, ejecutivo en jefe de la poderosísima empresa ExxonMobil, quien, como nuestro actual secretario de Relaciones Exteriores, tampoco tiene experiencia en el tema, aunque sí puede presumir de una buena relación con Putin.

Y es el propio Tillerson quien ha amenazado con bloquear el acceso de China a las islas artificiales que este país ha construido en aguas en disputa en el mar del sur, asunto que ha comparado con la “toma de Crimea por parte de Rusia”. Por estas severas declaraciones, el periódico chino Global Times ha hablado de la posibilidad de una “guerra” entre China y los Estados Unidos.

No se trata solo de Rusia y China, sino de la geopolítica misma, de la propia globalización como fenómeno. Es cierto que Huang Songping, el portavoz de las Aduanas chinas, ha declarado que “la tendencia antiglobalización se hace cada vez más evidente y China es su mayor víctima”. El político boliviano Álvaro García Linera ha ido más allá y ha sentenciado que “la globalización ha muerto”. “La globalización como meta-relato —escribe García Linera—, esto es, como horizonte político ideológico capaz de encauzar las esperanzas colectivas hacia un único destino que permita realizar todas las posibles expectativas de bienestar, ha estallado en mil pedazos”.

“¿Fin de la globalización?” No lo creo. Ni siquiera en un sentido político-figurado como el “fin de la historia” de Fukuyama (a propósito del fin de la guerra fría y el presunto fracaso de las alternativas al capitalismo). Ya que, como bien han mostrado Eric Wolf, en su monumental obra Europa y la gente sin historia, Wallerstein, entre otros, la “globalización” o los procesos de interconexión o de “sistema-mundo” han existido por muchos siglos antes de la mayor apertura e interconexión comercial que vivió el mundo a finales del siglo XX. Eso sí, la globalización o los fenómenos globales después de Trump —pero también de la anexión de Crimea, del ISIS o del Brexit— sin duda serán otros, tendrán otra cara y, seguramente, provocarán distintos malestares.

De modo que, por lo menos, junto al biopoder y el racismo, la desigualdad y la (nueva anti o pos) globalización también deben ser temas obligados del read-in de hoy.

Trump: político de reality show, bravucón del Twitter, portador de la posverdad, el políticamente incorrecto —no sólo fue el primero candidato en no presentar su declaración de impuestos, sino también en declarar que no necesariamente aceptaría como legítimo el resultado electoral. Trump, monstruo que se alimenta de la desigualdad y del “malestar con la globalización” (por parafrasear el título del libro de Stiglitz). ¿Qué hacer?, ¿cómo resistir?

 

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La última cuestión, que anunciaré brevemente: ¿un read-in es lo único que podemos hacer los académicos ante eventos como hoy? Desde luego que no. El antropólogo Paul Stoller ha subrayado la necesidad de que los académicos se vuelvan más “públicos”. En ese sentido, celebra la iniciativa del read-in, pero, junto a ella, escribe Stoller, el trabajo real de resistencia consiste en la organización, en la realización de llamadas, en la impresión de flyers, en la construcción de una crítica social sustentada a través de artículos de opinión, blogs, películas, poesía, teatro, instalaciones multimedia; todo ello con un lenguaje accesible al público general.

Coincido con la última apreciación de Stoller, pero creo, junto con Charles Hale, que el “intelectual público” —aquel que crea y disemina el conocimiento “experto” ante un público amplio— es solo una entre diversas formas de compromiso académico. Las otras, de acuerdo con una sugerente clasificación hecha por Hale, son la “investigación descolonizada” —que busca transformar nuestras categorías de conocimiento para deconstruir el poder colonial presente en ellas—,  la “investigación activista” —que busca poner las categorías y herramientas de la investigación al servicio de las luchas subalternas— y la “investigación militante” —que enfatiza la colaboración y participación de los sujetos en el proceso mismo de investigación. Desde luego, no son formas excluyentes y, frente a la era Trump que hoy comienza formalmente, será necesario combinarlas de maneras creativas: criticar públicamente al poder; deconstruir nuestras categorías racistas, coloniales, sexistas, patriarcales; poner el conocimiento y sus beneficios al servicio de los oprimidos; colaborar con y hacer partícipes a los sujetos con los que investigamos. No solo para resistir, sino para continuar en la construcción de un mundo más justo y libre.

 

* Investigador del Centro Peninsular en Humanidades y en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Presidente del Colegio de Antropólogos de Yucatán, A. C.

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@RodLlanes